Por donde sea que vayamos, pasamos sin notar que existe un tesoro oculto en el jardín. Hay una gran riqueza sin ser explorada: en el parque, entre las vías del tren, junto al camino. Repartidos ahí, hay toneladas de alimento, nutritivo, sabroso, listo para ser aprovechado. “En algunas zonas estimamos que podría haber 7000 kilos por hectárea”, son las palabras del doctor Eduardo Rapoport, quien junto con Ana Ladio, Laura Margutti y otros investigadores, calculó el peso y el valor nutritivo de las plantas silvestres comestibles que hallaba a su paso. Poca diferencia tienen con las que suelen encontrarse en las verdurerías. La gente las llama malezas; ellos prefieren llamarlas buenezas. El doctor relta :
“Hace poco, estaba en un congreso internacional sobre plantas invasoras. Había casos asombrosos por su crecimiento, como una enredadera que se ha convertido en un problema de defensa nacional para los Estados Unidos. Mostraban cómo atacarla, como si fuera un monstruo… Entonces pedí hablar y dije que “en vez de destruirla… mejor ¡comámosla! Afortunadamente no me echaron…, sólo se mataron de risa.”
La cruzada por el uso comestible de los yuyos comenzó hace trece años, con la creación de Ecotono, un pequeño laboratorio dependiente de la Universidad Nacional del Comahue. “En un bosque, cerca de un cuarto de las especies es comestible; entre las malezas, de 30 a 40 por ciento; entre las malezas más agresivas, el 60 por ciento. Y de las 18 peores del mundo, por su difusión y crecimiento, 16 se pueden comer”, asegura el científico.
Atrás habían quedado para este biólogo y doctor en Ciencias Naturales, galardonado por la Academia de Ciencias del Tercer Mundo, otras vetas de investigación, como la de los colémbolos, insectos que hace más de treinta años lo llevaron a plantear su relación con el humus; o la creación de una nueva disciplina: la macroecología, la ecología desde el punto de vista continental, las estrategias de las especies para difundirse. “La idea surgió aquí, la propusimos… y nos pasaron por encima”, recuerda Rapoport.
A partir de allí nació también una línea de trabajo que ocuparía buena parte de sus energías en la última década. Él y su equipo se tomaron el trabajo de hacer un relevamiento de las malezas comestibles, nativas y exóticas, más comunes de la región y describieron más de 60 de las primeras y 100 de las otras en sendas publicaciones, con el apoyo de la Municipalidad de Bariloche.
Allí aparece el cardo en sus diversas formas, cuyos tallos jóvenes, pelados, saben como espárragos, o las hojas de trébol blanco, que desde su Eurasia natal fueron llevadas a todo el mundo para cubrir jardines y se dispersaron en América desde Alaska hasta Tierra del Fuego; del trébol, recomiendan comer “las raíces tiernas al vapor y las hojas para ensaladas o sándwiches; las hojas pueden usarse para té”, señala una de las publicaciones, que contiene además numerosas recetas y una completa guía de aplicaciones medicinales.
Aparecen también la achicoria, la rúcula, la verdolaga, el amor seco y el pacoyuyo (o saetilla). Tal vez las palmas correspondan al diente de león (cuyo nombre científico es Taraxacum officinale ), con hojas como la achicoria, cuyas flores amarillas son tan comunes en parques y jardines y se convierten luego en un penacho que se deshace con un soplido. Rhonda Janke, doctora en Agronomía de la Universidad de Kansas, Estados Unidos, investigó datos de la Secretaría de Agricultura de ese país (USDA), que revelan que el diente de león contiene más hierro que la espinaca, el doble de vitamina C que la lechuga y más calcio que la leche.
Los parámetros de la quinoa blanca ( Chonopodium album ) son aún más llamativos: tiene cuatro veces más vitamina C que el tomate, el doble de vitamina A que la espinaca y tres veces el calcio de la leche. Y sin embargo, en España se le llama bledo, lo que da una idea de la consideración que se le tiene.
“Las hojas son muy buenas para hacer pastas; nosotros las usamos para los papardelles o tallarines de cinta ancha”, explica Sol Montes. Ella es uno de los chefs de la región que hace un tiempo comenzaron a incursionar en el uso de plantas silvestres para platos regionales. El vinagrillo (o acederilla), la lechuga del minero (deliciosa en ensaladas frescas) y el diente de león pronto ganaron adeptos, por sus sabores rústicos y naturales. Sol usa también los rizomas (raíces) de la flor del amancay; el llantén o siete venas para hacer tintura y los brotes de caña colihue, salteados en manteca.
“Todavía estamos aprendiendo”, asegura Montes, pero su interés va más allá de las ollas y sartenes: entre plato y postre prepara su tesis de licenciatura en historia sobre los alimentos que consumían los mapuches. El diente de león contiene tres veces más proteína que la lechuga, cuatro veces más hierro, seis veces más contenido de tiamina (vitamina B1), casi tres veces más riboflavina (vitamina B2) y doce veces más vitamina A.
“Hay más de 13.000 especies vegetales comestibles identificadas -dice Rapoport-, aunque se calcula que son 25.000; sin embargo, sólo nos arreglamos con alrededor de 110”. Aunque el nomadismo y luego las exploraciones y los viajes distribuyeron las plantas por todo el mundo, rara vez se aprecia lo que no se ve en la verdulería. En materia de alimentación “somos reaccionarios”, afirma el biólogo.
Aunque sus investigaciones hicieron que el equipo obtuviera un premio de la Fundación Bunge y Born, el apoyo de la Fundación Antorchas, la National Geographic Society y Normatil, conseguir adeptos para la difusión de este recurso se ha revelado el aspecto más difícil de su tarea, al igual que al Instituto de Cultura Popular (Incupo), que realiza una tarea similar en el norte del país.
“Es un recurso excelente para la campaña de urgencia alimentaria y debería enseñarse en las escuelas de todo el país”, sostiene Rapoport. Como las buenezas, por suerte, su voluntad para expandirse no se detendrá.
Lamentablemente alguien más deberá seguir con su legado, pues el 16 de mayo falleció en la ciudad de Bariloche.
En marzo había recibido la mención de honor del Senado de la Nación, Domingo Faustino Sarmiento, por su obra destinada a “mejorar la calidad de vida de sus semejantes, las instituciones y las comunidades”.